“El duelo nunca termina. Es un pasaje, no un lugar donde quedarse. El dolor no es un signo de debilidad, ni una falta de fe... Es el precio del amor”. Esta frase de un autor desconocido describe perfectamente el duelo que uno experimenta ante de la muerte de un ser querido. Escribo estas palabras en el décimo quinto aniversario del fallecimiento inesperado de mi papá y puedo atestiguar que el duelo nunca termina, sino que sigue su curso en el camino hacia la consolación final aún por venir. El precio de su ausencia es más alto de lo que nunca pude imaginarme y sigue aumentando con el paso del tiempo.
La vida ha continuado su curso. Mi mamá aprendió a vivir sin su compañero de varias décadas. Mis hermanos crearon sus empresas y se casaron. Mis hijos han crecido sin su abuelo y yo he continuado con mi carrera académica y he escrito libros y artículos sin que mi papá los leyera. Sin embargo, a pesar de lo que pareciera ser una vida estándar para todos, la ausencia de mi papá ha dejado un hueco permanente en todos nosotros. Aunque la muerte se considera una fase normal de nuestra existencia, la realidad es que la muerte siempre es una tragedia, una intrusa, una muestra clara del vandalismo de shalom (paz) para todos nosotros.
El duelo, por lo tanto, aunque común y cotidiano, nos recuerda que el mundo no es cómo debería de ser. Los cristianos enfrentamos el duelo igual que los demás, pero con la certeza que la muerte no es el destino final. Sufrimos, pero con esperanza (1 Tes. 4:13). Nuestra esperanza es viva porque está basada en la resurrección de Jesucristo (1 Pd. 1:3). Esperamos el cumplimiento de la promesa divina que nos dice que: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apoc. 21:4).
Mientras esperamos esta futura consolación con esperanza, tenemos que ser cuidadosos de no robarle el duelo a las personas. Los que sufren por la pérdida de un ser querido, no necesitan que minimicemos o neguemos su pérdida sino nuestro apoyo y empatía. La realidad es que todos a nuestro alrededor sufren por una cosa u otra y es esencial que los apoyemos en lugar de añadir más peso a su dolor. Por esta razón, me gustaría compartirle algunos consejos que he encontrado útiles para realmente ayudar a los que sufren.
Con frecuencia, al intentar ayudar a otros aumentamos su dolor. A pesar de nuestras buenas intenciones logramos el efecto contrario en nuestra búsqueda por ayudar a los que sufren. Así que, es importante que evite decir frases como las siguientes:
- “Por lo menos…” ya que esto minimiza el dolor y el sufrimiento de la otra persona al querer poner las circunstancias en nuestra perspectiva como si pudiéramos controlar los niveles de dolor de los demás.
- “¿Qué te está enseñando Dios a través de esto?” ya que tiende a ser condescendiente; asume que el sufrimiento es como un acertijo que se tiene que resolver y que se hizo algo para merecer el sufrimiento.
- “¿Cómo estás?” ya que se asume que se puede cuantificar el dolor o el progreso hacia la “normalidad”. La realidad es que la respuesta es “mal,” pero esperamos un “bien” para nuestro beneficio y así seguir como si nada hubiera pasado.
- “Te entiendo porque a mí me pasó algo similar cuando…” ya que tratamos de “empatar” el dolor ajeno con otras situaciones o experiencias. De esta manera, volteamos el enfoque hacia nosotros y minimizamos el dolor de los demás.
Necesitamos recordar que no es nuestro trabajo arreglar o dar solución a los problemas de los demás y mucho menos evitar su sufrimiento. Nada que digamos o hagamos sanará la herida o llenará el hueco que trae la pérdida de un ser querido. Pero sí somos llamados a “sobrellevar los unos las cargas de los otros y cumplid así la ley de Cristo” (Gal. 6:2). Por lo tanto, cuando quiera ayudar a alguien que ha sufrido una pérdida le aconsejo lo siguiente:
- Al principio no diga nada, sólo esté presente. Dé un abrazo si es posible. Con frecuencia evitamos a los que sufren porque no sabemos qué decir y olvidamos que nuestra presencia habla por sí sola y es la que marca la diferencia al recordarles a otros que no están solos con su pena.
- Necesitamos escuchar más y hablar muchísimo menos. Una frase de mucha ayuda es “No sé qué decir, pero soy todo oídos” ya que le da la oportunidad a la otra persona de verbalizar su situación en el momento y en la manera que desee hacerlo.
- En lugar de intentar adivinar o explicar los propósitos divinos por el sufrimiento, podemos decir “¿Cómo puedo orar por ti?” para sinceramente buscar la ayuda de Dios de acuerdo con las necesidades de los demás.
- Trate de anticipar las necesidades de la persona que sufre e intente ayudarle en la medida de lo posible. La ayuda con la casa, con la comida o simplemente de compañía son maneras tangibles de mostrar nuestro amor y apoyo.
- Recuerde y valide fechas importantes como días festivos, cumpleaños y aniversarios. Esas fechas, como el aniversario luctuoso de mi papá en este artículo, nos ayudan a recordar y celebrar y llorar a nuestros seres queridos.
En el aniversario de la muerte de mi papá celebro los años que lo tuve a mi lado y lamento lo que no fue y nunca podrá ser. Nuestra esperanza nos sostiene en medio de las pérdidas que enfrentamos a lo largo de nuestra vida. Cada uno de nosotros enfrenta victorias y situaciones difíciles. Esta realidad nos invita a gozarnos con los que se gozan y a llorar con los que lloran (Rom. 12:15). Este décimo quinto aniversario me sirve como excusa para decir ¡te amo papá y extraño papá!